Por Gil Carpio Guerrero
Santo Domingo. Al llegar a la isla, Nicolás de Ovando se encuentra con la insurrección del cacicazgo de Higüey, por la explotación a que habían sido sometidos los nativos por el comendador Francisco de Bobadilla. En el otoño de 1502 marcharon hacia Higüey más de 400 españoles al mando de Juan de Esquivel, logrando pacificar la región varios meses después a sangre y espada; dejando una guarnición de 9 hombres, a los cuales dieron muerte los indigenas poco tiempo después, lo que provocó la segunda matanza de Higüey pasando a cuchillo a todo nativo, culminando en el último rincón que sirvió de refugio a los indígenas que fue la isla Saona, con la captura del cacique Cotubanamá, quien fue trasladado a la ciudad de Santo Domingo, dándole muerte en una plaza pública de la capital.
La resistencia en el cacicazgo de Higüey, además de la crueldad con que eran tratados por los conquistadores, se debía a la presencia de numerosos Caribes que eran más rebeldes y menos dóciles, y poco a poco iban desplazando a los tainos; por eso, la imposición del tributo fue muy limitada en esa región y para su sometimiento, hubo aniquilar la población casi en su totalidad en esos primeros años del siglo XVI.
Un año después, en 1503 se alzan los nativos del cacicazgo de Jaragua, encabezado por la cacica Anacaona. Para sofocar esta insurrección, se trasladó el propio Comendador Mayor con 60 jinetes y más de 300 soldados a pie. Al llegar al lugar, después de ser recibidos por los caciques con alimentos en abundancia y ser bien alojados, como recompensa, Ovando ordenó pegar fuego al bohío donde estaban reunidos todos los caciques de la región y solo se salvó Anacaona, quien fue ahorcada poco tiempo después. En esta despiadada matanza fueron quemados vivos más de ochenta caciques y miles de indigenas más, incluyendo niños, mujeres y ancianos, fueron pasados a cuchillo y espada. De ese cruel destino no se salvó Guarocuya, sobrino de Anacaona, quien había escapado del lugar con unos cuantos indígenas más hacia la sierra de Bahoruco, y hasta allí fueron los hombres del Comendador Mayor y lo ahorcaron. De los indigenas capturados y vendidos como esclavos en Sevilla se obtuvieron de beneficios netos 14,370 pesos de oro, por lo que el número de indios capturados debió ser muy alto.
Para completar el cuadro de la llamada pacificación, fueron enviados hacia los extremos occidentales de la isla, Guahaba en la banda del Norte y Hanyguayaba en el poniente o mar del Sur, enviando a los capitanes Diego Velázquez y Rodrigo Mejía Trillo, haciendo de los nativos sus “obras acostumbradas”, les dan sus ordinarios castigos, apresan los caciques y luego los ahorcan, para causar temor en la población indígena.
Lo que acabamos de leer, es el relato de las crueles matanzas que ejecutaron los conquistadores en los primeros 10 o 12 primeros años de la conquista de la isla que Colon bautizó con el nombre de La Española. No hay ni habrá nunca un número determinado de indigenas asesinados en las ya mencionadas matanzas que se produjeron en esos años, pero por los relatos que hacen los propios conquistadores (sobran los relatos de Fray Bartolomé de Las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo y otros), fueron miles los que murieron pasados a cuchillo, quemados o ahorcados; haciendo la salvedad de que solo Bartolomé de Las Casas les llamó matanzas, pues los demás las llamaron guerras. Solo en las horripilantes matanzas de Higüey y Jaragua murieron más de 7,000 almas.
Los indígenas fueron usados por los conquistadores desde el primer día en que pusieron un pie en esta tierra; siempre se sirvieron de ellos, pues eran dóciles, inofensivos, sencillos y obedientes, pero sin disciplina, y los españoles sacaron provecho de eso; cuando empezaron los trabajos forzados, los malos tratos y las crueldades, entonces huían o se rebelaban.
Al quedar implantadas las encomiendas, con el repartimiento de los indígenas para la extracción del oro en las zonas auríferas, las labranzas en las plantaciones y en las naborías, empiezan a escasear los alimentos de la dieta de los nativos, pues había menos gente que se ocupara de los cultivos de yuca, de maíz, de ñame, para la elaboración del casabe, para la pesca, para la caza, etc.; pero, además, se desintegraban las comunidades indígenas y muchas familias, dejando la mayoría de las veces, sus lugares ancestrales; separando esposos de sus esposas hijos e hijas de sus padres.
Los repartimientos se hacían en principio, a discreción del gobernador, luego la corona nombró a Rodrigo de Alburquerque y Pedro Ibáñez de Ibarra; a unos españoles le daban 50 ó 100 indígenas, dependiendo de la prestancia social, jerarquía en la corte o en el gobierno de la isla, pero no todos eran favorecidos; aunque esas cuotas variaron a la llegada del segundo Almirante, Diego Colón en 1509, quien había recibido instrucciones del Rey de que a los oficiales reales y los alcaldes le entregara 100 indios, a los labriegos casados 60 y a los solteros 30. Poco tiempo después de la designación de Rodrigo de Alburquerque, los repartimientos se convirtieron en un negocio y después de los funcionarios, quien no pagaba buen dinero, no conseguía indios; además, los repartimientos, además de un buen necio para algunos como el Tesorero Real Miguel de Pasamonte, altos funcionarios de la corona como López Conchillo y el obispo Alonso de Fonseca a quienes se asignaban miles de indios, se volvió un enfrentamiento con el gobernador y virrey Diego Colón, a quienes sus enemigos lo tenían en un asedio permanente.
En las comunidades indigenas todos eran repartidos, hombres, mujeres, viejos y niños; las mujeres no importando que estuvieran preñadas y paridas, todos pasaban a ser servidumbre del encomendero. Las minas de oro, casi siempre se encontraban a 10, 20, 40 y hasta ochenta leguas de los lugares donde vivían los nativos; las mujeres tenían que trabajar en las estancias o plantaciones en las duras faenas de la agricultura a pleno sol con azadas y coas de madera, y haciendo los montones donde se preparaba el casabe. Las encomiendas suponían tanta crueldad a la población nativa, que los hombres que eran enviados a las minas pasaban 8 y 9 meses fuera de sus comunidades, separados de sus mujeres e hijos, la mayoría de las veces no volvían a verse, pues morían de sufrimiento a causa del trabajo sin descanso, del hambre o de los azotes.
Muchos recién nacidos morían al poco tiempo a causa de la falta de leche materna, por no tener la madre cerca o por tener sus tetas secas. Cuenta fray Bartolomé de Las Casas que al cabo de 8 ó 9 meses en las minas, cuando los indios emprendían el regreso a sus comunidades, flacos, enfermos por el hambre y malos tratos, morían en el camino, y cuando solían llegar a sus casas, cansados o enfermos, no tenían fuerzas para unirse maritalmente con sus mujeres, razones por las cuales no reproducían ya su estirpe. A veces los dejaban ir a sus tierras, pero no hallaban vivas ni sus mujeres ni sus hijos ni sus haciendas y no tenían otro remedio que buscar raises o hierbas del monte y en el monte morir. En otras circunstancias, cuando las mujeres quedaban embarazadas, tomaban hierbas para abortar, para no traer al mundo a una criatura que solo va a sufrir por causa de los cristianos.
El trabajo en las minas de oro no era tarea fácil, había que trastocar las tierras de arriba abajo mil veces, cavando y quebrando las peñas, sacando la tierra y llevándola al rio para el lavado, manteniendo el cuerpo encorvado en el agua para extraer el oro y la plata. Si en esa rutina, el indio se distraía, venía el azote y los malos tratos verbales; no le daban suficientes alimentos para tan dura faena, no había descanso, pero tampoco había paga. Para la comida, el encomendero de la mina mataba un cerdo semanal, del que comía él y el resto para 30 ó 40 hombres, es decir, una pequeña tajadilla del tamaño de una nuez, acompañada de casabe para cada indio. Ante la crueldad con que eran tratados, muchos indígenas huían a los montes donde eran cazados como animales. Para su búsqueda se nombraban alguaciles, que una vez que lo atrapaban los azotaban en la plaza pública, para dar ejemplos y a los demás no se les ocurriera huir.
Para el año de 1509 la población de españoles en la isla había aumentado mucho, sobrepasando los 15,000 cristianos, y en esa misma medida, pero de manera más acelerada iba disminuyendo la población indígena de la isla, la cual se situaba para ese año en unas 40,000 almas, ya sabemos la causa. Esa disminución de mano de obra en La Española provocó el secuestro en otras islas del Caribe de grandes cantidades de indigenas para ser repartidos e incorporados a los trabajos forzados del proyecto de la colonización. Los secuestros se iniciaron en las islas Lucayos (Bahamas), pero luego siguieron otras islas y luego tierra firme (Cumaná, El Darién, Yucatán).
La faena de los hombres en las minas dejó la producción de alimentos solo en más manos de las mujeres, quienes tenían que ocuparse además de múltiples tareas más, tanto en las haciendas como en las casas, lo que devino en un gran déficit de alimentos, y lo poco que había era insuficiente para recargar de la suficiente energía al cuerpo de un hombre para pesadas y prolongadas jornadas laborales; por eso muchos indigenas morían de hambre y por agotamiento al no soportar sus delgados cuerpos tan duras faenas.
Otra de las causas por las que se extinguieron los indigenas fue la de las enfermedades. Los nativos de estas tierras americanas podían estar inmunizados contra algunas enfermedades endémicas, pero no tenían defensas contra todas las enfermedades que trajeron los conquistadores a partir del segundo viaje del Almirante en 1493. Ese mismo año murieron miles de nativos por una epidemia de viruela que introdujo a la isla Colón, la cual se presume que la consiguió en la isla La Gomera en Canarias, a través de unos animales que montó en una de sus naves. Entre 1498 y 1500 volvió a azotar otra epidemia que cobró la vida a varios miles de indios y así reaparecieron cíclicamente epidemias de influenza, sarampión, peste bubónica, etc., que contribuyeron a acelerar la desaparición de nuestra población nativa, y la última epidemia que terminó de mermar casi hasta extinguir la población aborigen en La Española fue una de viruela que apareció en 1518.
Y finalmente, el suicidio fue otra de las causas de la extinción de la población indígena. Cuando alguien decide quitarse la vida es porque ha llegado a un punto en que no ve ni tiene esperanza de ver librarse del mal que le lastima o que le aniquila. Así, a ese punto llevaron los conquistadores a muchos indigenas que vieron cómo les cambiaron sus vidas, invadiéndoles sus tierras, poniéndoles a trabajar forzados en labores que nunca antes habían hecho, sirviendo de mulos de carga, viendo cómo les raptaban sus mujeres y sus hijas les robaban todo sin que pudieran hacer nada; sencillamente no veían alternativas y preferían quitarse la vida. Las mujeres preferían abortar para no traer sus criaturas a este mundo cruel que en que habían transformado su entorno los españoles.
Para el año 1511 la situación para los indígenas era tan dramática, que empezaron a levantarse algunas voces alarmadas por la acelerada desaparición de la población indígena de la isla, pues había mayor necesidad de mano de obra, no solo para las minas, sino para las plantaciones y la servidumbre en general, pues los colonizadores, mientras tuvieran quien le hiciera el trabajo, no daban un golpe. Coincidiendo con la desaparición de la población nativa, pero no por las consecuencias, sino por las causas, se levantó una voz que se convertiría en la primera defensa de los pueblos originarios, no solo de La Española, sino de todos los pueblos de América, de la orden de los Dominicos, integrada por los sacerdotes: fray Pedro de Córdoba, fray Bernardo de Santo Domingo y fray Antón de Montesinos.
El cuarto domingo de Adviento, previo a la fiesta de Navidad del año 1511, en una ceremonia solemne en presencia de las autoridades de la isla, incluido los miembros de la corte virreinal encabezada por el segundo Almirante don Diego Colón, fray Antón de Montesinos leyó el sermón que iba a sacudir la conciencia no solo de la concurrencia, sino que iba a repercutir hasta en el corazón de la corona española. Fue un discurso en defensa de los oprimidos indígenas que como ya se ha dicho, estaban siendo exterminados por la explotación sin límites de los colonizadores.
Para tan solemne eucaristía fueron invitadas las autoridades y personalidades de la isla, encabezadas por el gobernador don Diego Colón y su pequeña corte virreinal, así como el tesorero real Miguel de Pasamonte, y con el templo todo repleto empezó el padre su sermón:
“Soy la voz de Cristo que clama en el desierto desta isla; y por tanto conviene que, con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todo vuestro sentido, la oigáis; la cual voz os será la mas nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y espantable y peligrosa que jamás pensasteis oír…”
Esta voz (dixo él) os dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué auctoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muerte y estragos nunca oídos habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos en sus enfermedades en que, de los excesivos trabajos que les dais, incurren y se os mueren y, por mejor decir, los matáis por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y cognozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Éstos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto, que en el estado que estáis no os podéis más salvar que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.
Este discurso causó un gran revuelo en las autoridades y el resto de los colonizadores, que no creían que esos curas atrevidos se inmiscuyeran en asuntos terrenales. En el virrey y gobernador, don Diego Colón causó mucha preocupación, porque su padre, Cristóbal Colón, había sido víctima de las intrigas y chismes que se generaban a raíz de los crueles tratos que daban a los indígenas y en su caso tenía en frente al tesorero real, quien no perdía oportunidad para reportar a la corte todos los desafueros y situaciones que se daban en la vida de la isla. Sin embargo, y a pesar de la agitación que causó, el sermón del 4to domingo de Adviento de la Navidad de 1511, no cambió la suerte de la población nativa, la cual iba disminuyendo un tercio por año.
Las autoridades y el restos de los españoles que residían en la isla quedaron tan resentidos con los dominicos, que llevaron sus querellas hasta el mismo rey, escogiendo como su vocero a fray Alonso de Espinal, quien fue recibido con todos los honores por altos funcionarios de la corona en el Palacio Real, mientras que para defenderse de la embestida de los opresores de los indios, los dominicos escogieron al propio fray Antón de Montesinos a quien en principio no le permitieron la entrada al Palacio Real, sino un tiempo después y bajo circunstancias de riesgo logró esconderse en la habitación de fray Fernando, un sacerdote muy cercano al Rey a quien pudo exponer lo que pasaba con la población indígena no solo de La Española, sino de las Islas de San Juan (Puerto Rico), Cuba y Jamaica. Una vez enterado el Rey del trato vejatorio de eran objeto los indios, dispuso la formación de una comisión que se denominó la Junta de Burgos, para tratar los graves problemas que se estaban dando con los indios de La Española.
Las discusiones en la Junta de Burgos duraron cerca de un año hasta que fueron acogidas unas recomendaciones que dieron origen a las llamadas Leyes de Burgos, promulgadas el 27 de diciembre de 1512. En ellas se les reconoce a los indios la condición de seres racionales, contrario a lo que pensaban los españoles desde el mismo momento en que se produjo el descubrimiento del nuevo mundo; se acordó además dar buen trato, alimentación adecuada, se prohibía las cargas pesadas, el trabajo a las embarazadas, se prohibía encarcelarlos y golpearlos, y por últimos se instruía a los colonos para que dieran enseñanza cristiana obligatoria y bautizos gratuito para los indios; sin embargo, eso solo quedó en el texto tal y como se quedó la cédula real de 1503 dispuesta por la Reina Isabel La Católica, nada se eso se cumplió. Siguió la explotación indiscriminada, la cual tuvo como consecuencia inmediata la disminución drástica de la población indígena de la isla, al cual había caído en 1513 a unas 30,000 almas.
A la defensa de la población indígena se incorporaría uno años o dos más tarde fray Bartolomé de Las Casas, quien había llegado a la isla con el Comendador Mayor, fray Nicolás de Ovando en 1502 y fue ordenado sacerdote aquí en La Española en 1510. Había renunciado a los indios que le había dado en encomienda Diego Velázquez en Cuba, por ser crítico de ellas al ver los crueles tratos que recibían de los colonizadores. Entre 1513 y 1515 inició una labor titánica ante las autoridades de Castilla para que le devolvieran la libertad y el dominio de sus tierras a los pueblos originarios y les permitieran vivir sin ser molestados; sin embargo, aunque encontró colaboradores en la corte y en el Consejo de Indias, sus deseos nunca se concretizaron.
La evangelización fue solo un pretexto de los conquistadores para conseguir la famosa bula inter caetera con el Papa Alejandro VI para adueñarse de estas tierras; la verdad es que la evangelización solo fue intentada por algunos sacerdotes quienes si tuvieron la vocación y el deseo, pero nunca se materializó, por una sencilla razón, porque el contingente de hombres que vino a partir del segundo viaje del Almirante eran en su mayoría aventureros, soldados de fortuna, hombres perseguidos por distintas causas, que venían a estas tierras atraídos por el oro para hacer fortuna de manera rápida, además, como parte de una conducta aprendida de varios siglos haciéndoles la guerra a los árabes para expulsarlos de la península ibérica, todo aquel que no había sido bautizado era considerado infiel y a su criterio podían esclavizarlos y dar tratos crueles, y eso hicieron al llegar a La Española, dar malos tratos y esclavizar a los indios; por lo tanto, para los nativos todo lo que le imponían los cristianos después de haberles trastornado su modo de vida, era malo, y cuando algún cristiano le hablaba del evangelio, también lo vieron como algo malo. El padre Las Casas dice que cuando un cristiano le decía a un indio que, si se evangelizaba, al morir iría al cielo, el indio le pregunta si allí también irían los cristianos, entonces él le dice que no quiere ir al cielo si allí se va a encontrar con los cristianos, porque son malos.
Para encontrar una explicación al modo de actuar los conquistadores españoles en los territorios americanos, hay que recordar que España pasó varios siglos de guerra contra los árabes, lo que prolongó en la península ibérica la importancia del noble, quien llevaba sus hombres a la guerra, lo que obligaba a los reyes a concederles privilegios, que por esos tiempos perdían en otros países europeos, razón por la cual se quedó rezagada con relación al resto de Europa; mientras Francia, Inglaterra, Flandes y otros países ya habían superado el feudalismo por el surgimiento de la burguesía, España salía de la Baja Edad Media regida en el orden económico y social por una nobleza guerrera, latifundista y ganadera, es decir, con un modo de producción muy atrasado comparado con los países antes mencionados.
El autor es abogado y columnista de este periódico